Dulce, maní dulce, maní
Marie recuerda como despertaba
cuando el sol, de intruso, comenzaba a asomarse por las numerosas rendijas, del
tramado desgastado de hendiduras y agujeros del techo de zinc viejo. Mamá les había
enseñado, a ella y a René, su hermanito, que cuando el sol dibujaba misteriosos
garabatos en las paredes de cartón del barracón, comenzaba un día maravilloso. Les
encantaba esperar las primeras luces del día, quedarse en la esterilla
aposentada en la tierra, cuchicheando, inventando cuentos, descubriendo
animales, seres fantásticos, embarcados en aventuras que modelaba el juego de
luces y sombras que avivaba aquella única habitación. Después que su mamá
apartaba el ajado mosquitero y les daba un beso de buenos días, se levantaban.
Entonces, en lunes o viernes, días
de acudir al mercado, los tres cargaban cubos repletos de maní, los acomodaban sobre
sus cabezas y caminaban hasta la frontera de Wanament con Dajabón. Allá, en la
ribera del río Masacre, cerca del puesto fronterizo domínico-haitiano, sumaban
a la algarabía intensa y persistente del mercado, de voces mezcladas en español
y creol, el pregón de “¡dulce, maní dulce, maní!”. Estaban orgullosos de vender
maní: es un fruto mágico, les dijo, una vez, su mamá, pues hace que el hambre desaparezca.
A veces les regalaban cucuruchos a otros niños y niñas que no habían vendido
nada.
Los martes, miércoles y jueves, terminaban
rápido las labores de la casa, para acudir a la escuelita comunitaria en la
tanda vespertina. Marie recordaba esas tardes en la escuela como un abanico de
colores: el amarillo y azul de las tizas, el verde oscuro de los pizarrones, el
blanco de las hojas, la negritud de sus trazos, los naranjas y violetas de los
aros para jugar, el marrón de los frijoles que les daban para comer, el gris plateado
de la cuchara...
Un viernes su mamá no apartó el
mosquitero a pesar de que se hacía tarde para ir al mercado. Quedó inmóvil por
un largo rato en su tablón de madera. Estaba muerta, y con ella el desfile de
luces, leopardos, letras, estrellas, elefantes, aviones cometas de ese día y de
todos los días. Desde entonces, la vida perdió alegría. Marie y René fueron a
vivir con su vecina Cristene, y sus siete hijos. Apenas había arroz para todos
y todas. Un lunes, Cristene le presentó a un hombre que la miró fijamente, y le
aseguró, agarrándola por la mano, que la ayudaría a vender de nuevo maní en la
frontera. Así podría ayudar a su hermanito, pensó. Marie de repente imaginó
montañas repletas de maní que tocaban las nubes, y se vio enrollando viejos
papeles en divertidos cucuruchos que ofrecer en el mercado. Sí, como no, ella
podía hacerlo. Podría comprar arroz e incluso zapatos. Tomó algo de maní, lo
colocó en su cabeza y subió a la moto del hombre mayor. Durante el viaje todo
le habló de su mamá. Sintió su presencia protectora.
En menos de una hora llegaron a la
frontera. En la orilla haitiana del río, más de cien personas hacían fila para
cruzar. Por el puente fronterizo había que presentar documentos; por el río,
bastaba pagar. Marie observó que el hombre que la acompañaba conocía aquellos
manejos. Le dio dinero a un militar, y entregó a Marie a un hombre que cruzó
con ella el río Masacre hasta llegar a tierra dominicana. Allá le pagó a otro y
la llevó a una casa donde esperaban varios adultos y cinco niñas más, todos
haitianos. Permanecieron allí hasta
temprano en la madrugada. Entonces, aprovechando la oscuridad, salieron
caminando de Dajabón. Marie se acababa de convertir en una niña traficada; caminó
dos días con sus noches por el monte. Hablaron poco, nadie le explicó nada
mientras andaban. Sólo sentía el dolor de sus pies. Salieron a camino y tomaron
un transporte público. Esa noche llegaron a una casa en la que vivían otros
haitianos, en un poblado dominicano del que nunca había oído hablar. Nada más
llegar al nuevo lugar, la “tía” le tenía trabajo que hacer; era una restavek.
Las mañanitas perdieron su encanto. Madrugaba.
A las cinco estaba en pié. Aseaba la cocina, vaciaba las bacinillas, trapeaba,
fregaba los cacharros, barría el suelo y el patio; despertaba a los cuatro
pequeños de la casa, los bañaba, les daba el desayuno, y ordenaba sus
habitaciones, los preparaba para la escuela. Más tarde salía a comprar, cargaba
agua, cargaba carbón; llegaba a casa, ayudaba en la cocina y seguía trapeando,
ordenando en silencio todo lo que su nueva "tía" disponía. Nunca
terminaba de hacer labores. Y eso a cambio de un plato de comida: la tía decía
que bastaba, que se olvidara de la escuela pues había trabajo que hacer y de
nada servía a una haitiana asistir a la escuela dominicana.
Al principio no le importó trabajar,
soportar las largas jornadas, mantenerse ocupada. Llegó a pensar que la plata que
no recibía iba para su hermanito. Pero deseaba volver a la escuela.
En las noches soñaba con su madre y
con la escuela. Sabía lo que quería. Bastaba acudir a la tanda vespertina y
embriagarse de nuevo con el arco iris de la escuela. Aprender rápido a leer y
escribir bien. Aprender a sacar cuentas. Sembrar y vender maní. Sí, soñaba con
escaparse. Volvería a Haití, y realizaría su sueño. Un sueño de milagros, pues
como decía su mamá, el maní tiene poderes. Sembraría en primavera y una vez
recolectado habría suficiente hasta para compartir con los que no tienen. Incluso,
si estudiaba lo suficiente descubriría una comida especial que quitase a todos
y a todas, el hambre. Sí, arroz de maní, pasta de maní, dulce de maní... El
plan era sencillo. Sólo tenía que buscar a su hermano y regresar a la escuela.
Todo lo demás vendría después. Ella y René regresarían al barracón. Allí sabrían
sorprender el desfile de garabatos que el sol dibuja en sus paredes, y otra vez
cada día sería realmente mágico. Sentir la libertad de gritar, en su tierra,
Haití: ¡Dulce, maní dulce, maní!